22. El blanco terror de la inexistencia
Atrapé un
libro, lo abrí, no había nada escrito,
eran blancas
hojas, letras que se fueron y se desvanecieron
con el silencio
profundo de la abnegación.
Alguien hurtó
los caracteres, lo vi, se los llevó, se los robaron,
los disolvieron
entre la nada y ahora son el eco de la negación.
Pasé las
páginas y eran blancas todas, níveas eran, nieves solas,
albas como la indiferencia
propia y ajena, vacías como la esperanza.
Y de esa caja
de Pandora entonces recordé
que solo había
amenazas, rojas marcas neurasténicas, vana ilusión.
En aquel
momento cerré el libro, miré la pasta y ella también era blanca,
indagué en mis manos,
pero ya no existían como antes, eran fantasmales y rucias.
Inquieto
contemplé mi rostro en el espejo, no tenía ya reflejos,
mi rostro había
atravesado el umbral de la inexistencia,
y ella también
era alba, negación continua y cromática.
Abrí la
ventana, divisé el horizonte y cuanto vi era un río espeso y lácteo,
torrentes blancos,
inexistencias, negaciones decoloradas.
Todo era vacío
y sin color, quizás angustia quejumbrosa
porque mundo no
quedaba, y la tierra, lo que contenía,
era monocroma,
mera negación cromática.
Tampoco había
seres y cuantas pieles eran
terminaron por
desteñirse en una sola tonalidad,
la sola posible
del poder y de las armas, aquella, la blanca.
Cerré la
ventana, busqué mi lecho y solo vi un níveo espacio,
caliginoso como
conciencias contemporáneas,
como noticias
aciagas y cotidianas,
como las de
antaño o las de ayer al mediodía,
aquellas
hundidas en el opaco residuo de la desesperanza.
Blancas eran
las ilusiones todas, ya no había sangre roja ni etnias,
ni poblaciones
dispersas ni selvas,
únicamente el
blanco de una estirpe que destruyó el planeta.
Nunca desperté
porque no quedaba ni un solo libro,
porque no había
hombres ni mujeres, nada había,
solamente el
blanco terror de tanta inexistencia.
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